jueves, diciembre 27, 2007

Algunas islas imaginarias que se esconden

Quisiera poder escribir todo lo que me va llenando de ganas de ponerme a llorar por cuanto se me ha quedado adentro, intacto, evadido; por todo lo que he ido perdiendo, dejando ir; por todo lo que me ha pertenecido y sin embargo he soltado porque no va bien con mi discurso el asir, y por todo lo que he querido inutilmente y sin esperanza. Quisiera poder, al menos, ponerlo todo en orden, nombrar cada cosa de una por una para poder saber siempre qué son y que están ahí; decir cuánto amor les tengo todavía a algunas personas y sus presentes que irremediablemente se han ido y cuánto lamento no haberlos salvado de convertirse en recuerdos. Quisiera tener más que palabras o al menos que éstas fueran mejores, más nuevas, menos empobrecidas de significados. Pero nada de esto tengo y me estoy acabando de querer. Lo único que me queda cuando lo pienso demasiado es la seguridad de que, adelante, me encontraré con que esto, esta tristeza imposible de decir, esta nostalgia pesada, esta soledad, era lo mejor que iba a tener, que esto era la belleza, yo no sé, no es, pero empiezo a verlo hermoso, quizá esto (eso) era la felicidad.


Emprende el viaje a Ítaca,
pero demórate lo más que puedas, haz muchas escalas
tendiendo siempre presente tu Isla, la que estás buscando.
Al final llegas a Ítaca, y ¿qué vas a descrubrir?
Que la verdadera Ítaca era el viaje.

lunes, diciembre 17, 2007

Solidaridad al año: Nos queremos morir

En 1990 tenía ocho años y la seguridad de que el último día de ese diciembre se iba a acabar el mundo. No iba a tener un perro ni a usar nunca uñas postizas, no estudiaría una carrera ni llegaría a tener 18 años y la vida resuelta, siendo, claro, un adulto en plenitud, como se piensa que se será 10 años después cuando se tienen ocho.

La víspera del año nuevo, no recuerdo, pero aseguro, fue calurosa y dejó esa sensación pegajienta en la piel que provoca el clima tropical, justo como no deben ser las fiestas decembrinas y como, sin embargo, fueron muchas para mí: sin árbol con foquitos y siempre demasiado cerca de la playa. No me acuerdo tampoco si tenía miedo o no. Seguramente sí por pensar en las cruces de sangre y las espadas de fuego y todos los cocos que acompañan a la idea del fin del mundo, pero casi estoy segura que no temía por morirme. Eso estaba bien, si se acababa se acababa y nimodo, ni perro ni uñas ni carreras ni ser nunca adulto mayor, si se acababa se acabó.

Con exactos 70 años más que yo, mi abuelita supone que si sigue viva es porque nunca quiso morirse, y ahora que ya quiere, o quizá, ahora que la muerte le es más inminente que para la mayoría, entre lo más grande que ésta le genera está el miedo.

Lo bueno de pertenecer a la generación que ya viene con el desgano y la desesperanza en la configuración de fábrica es que morirse o permanecer vivo vale más o menos para lo mismo, si acaso un poco de tristeza suavecita, de pudo haber habido para más, pero de miedo o de asombro ya no.

A mí desde hace 17 años se me acaban los mundos y desde hace 24 se me acaban los años, y es tiempo todavía que los fines defines los contemplo sin sorpresa y las muertes sin devoción. Pensando en esto ya no me extraña que la vida se me va sin sobresalto, porque cómo darle interés al mientras tanto si el al fin nunca me preocupó.

Lo bueno de tener ahora 70 años más que la generación de los que de vez en vez pero casi siempre se quieren morir es que el transcurso sirve, tiene sentido, y su final acaso da miedo, acaso respeto, pero nunca nunca da igual.

Quizá es cierto que antes se vivía mejor. Lo malo del antes es que ahora ya no. Y entre lo bueno y lo malo, aunque de lo primero casi no me tocó, pero (en compensación) sí capacidad para dramar lo segundo, de nuevo otro año ya se me acabó, y no se me ocurren más que estas consideraciones inútiles y sabor a nada como despedida, como honor a mi mal generacional, quiero decir, como celebración.


Adiós, año que vino, adiós.